viernes. 29.03.2024

Adrián Romero Jurado — El Siberiano


A veces me da por pasear hacia rumbos imprecisos, deslizándome a través de callejuelas y grandes avenidas; plazas típicas de hamaca y pipas en noches de verano y caminos de verdor que discurren por la rivera del Guadalquivir. No es afán de curiosidad aquello que guía mis pasos, sino un elemento más de mi homo habitus, otro de tantos que no aspiran a cultivar valores elevados, solo costumbres. Cuando me dispongo a realizar este turismo errante, una de las cosas que más llaman mi atención durante la travesía son los expositores de los establecimientos. A veces paso de largo; otras me quedo pegado al cristal durante minutos como una mosca idiota. Siempre cae una mirada, forma sutil de airear alegremente mi instinto consumidor y, por qué no decirlo, ególatra. Pues la carne es débil y el cristal suele devolver un reflejo, que tras uno o dos vistazos termina por revolverse el pelo con nerviosismo maniático, pensando que aquello que no arregló un peine ahora puede solucionarlo una mano torpe. De las tiendas no solo me fijo en lo que enseñan, también por cuántos años lo llevan mostrando. A veces resulta imperceptible: las grandes franquicias, como los famosos que venden su rostro a los más precisos cirujanos plásticos, ocultan bien las arrugas en sus libros de cuentas. Pero los negocios vecinales son ya otra historia.

Siendo de barriada popular y crianza callejera, me considero versado en la historia del establecimiento de arrabal, cuyo reconocimiento no lo da tanto el rótulo como quien lo regenta. Suerte para mí, pocas han sido las tiendas que frecuentaba y han acabado con la persiana echada, pero aquellas que jamás volveré a escuchar el tintineo de su entrecierre las siento como un auténtico disparo en la infancia. Mal me pese, ya han pasado varias primaveras desde que entré por última vez en comestibles Milán, Pan Recor o la extinta papelería Fidiana. La última crisis —y amén de la venidera— ha robado a ancianos y jóvenes el arte de la charla en mostradores, quedando relegada a espacios casi museísticos, incapaces de aguantar la desidia que muchos han desarrollado contra el pequeño comercio. «Es el mercado, amigo». Ahora, con un poco de suerte, y solo si los servidores de la tienda en línea están caídos, tenemos un poco de tiempo para decir «hola» y «gracias» al dependiente y largarnos con viento fresco, que los infatigables muchachos van a comisión y la fila es larga.

Por ello quedé fascinado cuando en tiempos tan difíciles como los presentes obtuve la serendipia de reencontrarme con la esencia tendera de antaño. Hace unos días visité una tienda sin objetivo de compra o «bicheo», tan solo como mero acompañante de un recado. Nos habían dicho que allí se cambiaban pilas de reloj, tarea que a algunos de nuestra generación ya nos queda por tiempos de Noé, y allá que fuimos. Tal vez fuera el hecho de no hallarme en un barrio y que las luces centelleantes del centro comercial hubieran cegado momentáneamente mis expectativas, pero en absoluto estaba preparado para aquella experiencia. Yo, que había pisado ferreterías de apenas un escritorio y dos estantes y tiendas de chucherías con televisores de tubo emitiendo tarde de toros, jamás me había fijado antes en el costumbrismo de aquel bazar. Un costumbrismo que, al mirar a sus vecinos, tan guapos ellos con sus impresionantes carteles de promociones y ofertas, me producía cierto desaire, como si hubiera atravesado un portal hacia mi tierna edad de siete años.

En un fluir ininterrumpido de gente y bolsas, rodeado de notables marcas textiles, aquel anacronismo reposaba indemne tanto al espacio como a los clientes. Apenas debía tener más de quince años, pero los estantes con discos empolvados de David Bustamante y del amigo Juanes me hicieron creer que estaba ante el primer fósil comercial documentado. Tampoco ayudaba en mi datación arqueológica los reproductores de casete o los USB que apenas alcanzaban los dos gigas de almacenamiento; las freidoras del año de Dios te guarde o los estuches con la cara de Justin Bieber en su debut musical. Aquello no era una tienda retro, era una superviviente invicta del embate de la competitividad de mercado. Quién sabe la de ouijas que sus dueños invocaron para evitar que aquel candidato a Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO no se viniera abajo. Quince años resultan una eternidad para una época donde ser un negocio independiente y veterano sale muy caro.

Una vez escribí un pequeño relato titulado La aldea de la bahía de Sade, historia situaba en un poblado ficticio de un lugar inventado. Cada noche, dos jóvenes, los únicos que quedaban en el pueblo, se reunían con la intención de abandonar aquello que los ataba a su infancia, en un mundo que apenas tenía futuro si decidían pasar sus vidas en aquel rincón olvidado. Está claro que mi intención nunca fue dar protagonismo a la aldea, pero no por ello podía desdeñar todo cuanto la villa había representado para ellos, realizando cuidadosos repasos por sus ruinas y cimientos. Una narración sobre un pasado esplendoroso del que ya no valía la pena vanagloriarse. Ni falta que hacía. Pisar aquel bazar me hizo acordarme de esos jóvenes, prestos a abordar un futuro más allá de Sade, estancada en una realidad melancólica en la que los días pasaban antes que el tiempo. Y a pesar de ello, aun sin ya ameritar excusa para quedarse, se reunían una noche más para planear una huida que jamás iban a realizar.

No negaré que visitar aquel lugar me trajo recuerdos, buenos recuerdos. Apenas cuento con veintiún años, pero tal es la intensidad que nos gastamos los jóvenes que hasta nos permitimos el lujo de la nostalgia. Qué habría sido de mí si no hubiera recorrido en las tardes de callejeo los estantes de regalices y patatas fritas, realizando mis primeros pinitos en el mundo criminal llenándome los bolsillos con nubes de algodón; si después de una compra no hubiera comparado con mis amigos los cromos que con tanto cariño me había escogido el tendero. Cuánto aprendí de economía doméstica con las vueltas que me daba la panadera. Cuánto de eso importa ahora. Lo mismo me pregunté en su momento y pregunto hoy: ¿cuál es el precio de enterrar nuestro pasado para construir un futuro?

Difícil responder con certeza, y eso me alegra: quiero tener otra excusa para seguir con mi labor reflexiva entre repisas y cristaleras; entre franquicias mundanas y tiendas apolilladas.